viernes, 21 de agosto de 2009

sepultureros

Vivía en un cementerio, su padre era el sepulturero y, junto a su madre y sus hermanos compartían y crecían en una casa anexa a la sacristía. Claro, jugar entre las tumbas, esconderse en los panteones y correr entre bloques de nichos era para él tan normal como ver ponerse el sol todos los días. En el colegio aprendió a sentir algo parecido al orgullo cuando comprobó el efecto que provocaba entre sus compañeros decir que vivía entre los muertos. Ojos y bocas muy abiertas que, por puros azares del destino, desembocaron en admiración y respeto en lugar de burla, quizá por su aspecto, grandote, cejijunto, malcarado y silencioso. Su madre era un alma sencilla y alegre a la que no le preocupaba que sus hijos crecieran en un sacrosanto. Pasaba su tiempo con ellos y comprobaba que, a pesar de las muchas normas y horarios que debían respetar, eran los usufructuarios de un pequeño y soleado terreno. Podían correr y saltar a su antojo, seguros entre los muros que lo delimitaban y no había muchachos tan lozanos y robustos como él y sus hermanos en todo el pueblo. Se sentía contenta y casi una privilegiada. Su padre era también una persona silenciosa, grande y fuerte, con una continua expresión de contenida pena en su rostro. Cuando se presentó a solicitar el empleo, el sacristán no pudo imaginar mejor comparsa para oficiar los funerales que aquel gigantón, que más parecía un monumento a la tristeza que un sepulturero y no dudó en concederle el puesto. Ya de naturaleza silenciosa, los primeros años que ejerció su cargo fue todavía más hermético, de una manera instintiva se sentía avergonzado por no haber encontrado una forma mejor para sacar adelante a su familia. Si bien la vergüenza era como un pequeño pero cierto caparazón que llevaba consigo desde que comprendió que lo suyo no eran los libros, o más bien, desde que sus padres, médico y maestra respectivamente, lo comprendieron, aunque nunca acabaran de entender cómo habían parido un hijo tan diferente a ellos y a sus hermanos. Pues bien, las gentes del pueblo se acostumbraron a asociar su presencia con la muerte, a sentirse tristes cuando aparecía, como si no pudieran evitar imitar su máscara de pena. Quizá hubiera acabado siendo un borracho si su naturaleza hubiera sido un poco menos bondadosa o responsable, o si simplemente se le hubiera ocurrido tomarse un coñac en lugar de su acostumbrado café con leche. Gaseosa en verano. Poco a poco se le fue pasando la vergüenza, como se le pasa a la gente el luto por alguien perdido, delante de sus ojos veía una esposa feliz y cariñosa y unos hijos sanos y respetuosos y la tristeza tornose de forma cadenciosa pero continua en satisfacción y serenidad, dejando atrás para siempre su pequeño y cierto caparazón de tristeza.

2 comentarios:

  1. Un monumento a la tristeza, que mejor forma de definirlo que esa, es muy oscuro pero a la vez siempre busca la luz, tenes un don para ir de un lado al otro increible, ya te dire mas en un mail que te voy a escribir....No se si lo lograremos pero tenemos que hacer que mas gente pueda llegar a leer estas historias o microcuentos....
    te mando un abrazo gigante y estoy desesperado por poder irme para alla....

    PARA EL MUNDO NO SOMOS MAS QUE UN PUNTO, PERO PARA ESE MISMO PUNTO, SOMOS UN MUNDO!!!!

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  2. Muchas gracias, me alegro mucho de que te guste, aunque lo veo realmente inacabado. ¿Te animas a continuar?

    Es un sueño bonito. Ojalá podamos mantenerlo vivo mucho mucho mucho tiempo.

    Toma aire que allá va otro abrazo fuerte fuerte.

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