viernes, 28 de agosto de 2009

sepultureros (II)

Los tres hermanos varones salieron al padre y ninguno de ellos era demasiado amante de los libros y el estudio, con lo que quedaba definitivamente confirmado que la herencia brillante de los abuelos paternos resultaba, también, definitivamente enterrada en algún escondido pliegue genético. Alba María era la más pequeña de los hermanos, la única niña y, al contrario que los demás, había salido a su madre. Alegre, parlanchina, menuda y frágil. Ella sola hablaba más que su padre y todos sus hermanos juntos aunque, los primeros años de su vida, fue un continuo desvelo para sus padres. A menudo caía enferma o padecía algún accidente en su afán de seguir a sus hermanos mayores en todo cuanto hacían. No podía saltar tan alto, correr tan rápido ni pegar tan fuerte como cualquiera de ellos hacían sin el menor esfuerzo. Él, el mayor de los hermanos, siempre estaba pendiente de ella, girando la cabeza cada dos minutos para comprobar si los seguía, buscándola con la mirada ansiosamente cuando no sentía su charla ininterrumpida, desde que nació la tomó bajo su protección silenciosa pero poderosamente. Rara vez la tocaba o le prodigaba cualquier tipo de mimo, pero cuando la velaba en sus fiebres su mirada era tan intensa que pareciera que la quisiera sanar a fuerza de fruncir el ceño. Su madre ya había renunciado a intentar separarlos cuando Alba María caía enferma. Se preocupaba por él, porque no podía ser sano pasar la noche sin dormir, si otra dedicación que mirar sin pestañear a su hermana, pero también se sentía enternecida por el amor fraternal que él sentía. También aprendió a conocer el estado de la salud de su hija según el grado de concentración de su hermano. Cuando él se levantaba y, agotado, volvía a su cama, su madre sabía ya que a las pocas horas Alba María iba a amanecer otra vez con apetito y ganas de parlotear.
Los años pasaron y él, el hermano mayor, pareció heredar la máscara de tristeza que otrora llevara su padre, su silueta de gigante insensible no se correspondía con su corazón tan vulnerable como un pajarillo, con unos ojos que, a menudo, parecían ver el drama detrás del más insignificante de los objetos, de las situaciones, con unos brazos que podían mantener un carro en vilo pero que, a menudo, caían inertes e inermes, con unas piernas que vadeaban los más vivos arroyos pero que, a menudo, no podían mantener el peso de sus propias lágrimas. Sólo su enormidad se veía reconciliada junto a Alba María, su agitación calmada, su fatiga vencida, su alma amansada.

1 comentario:

  1. Uff, impresionante, mejor que la segunda parte la allas hecho tu, ya que yo no me creo en condiciones de poder mejorar eso, aunque podriamos hacer unos de estos dias un cadaver exquisito, ya esta semana me averiguare los costos que tiene nuestro anelo, a ver que tan alejado esta de la realidad.

    Un abrazo y sgue concentrado que aca yo estoy enfermo, me duele todo jajajaj
    un abrazo

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