miércoles, 27 de abril de 2011

de sabores


Todos apretujados en aquel enorme congelador. De todos los sabores, de todos los colores. Abrió su mano y miró las monedas que le contemplaban desde su palma. Su boca se torció al hacer la cuenta, sintiendo sobre su coronilla la mirada impaciente del tendero.
-Bueno, ¿qué?
-No me llega.
-Pues aligera, que hay trabajo.
Protegiendo sus monedas y haciendo un mohín volvió a la trastienda a ordenar el género, a cargar cajas y a barrer el suelo. Mientras, su padre seguía atendiendo el negocio.

martes, 19 de abril de 2011

dentro

Un apuesto joven al que besó en los labios con dulzura, una casa de paredes encaladas con geranios en un diminuto balcón, un parto, un niño de piel blanca y ojos grandes y negros, un cachorro de pastor alemán, un anciano de tez cenicienta, frágil y sin vida en una enorme cama, un dibujo pegado a la nevera, una pelota en el jardín, un autobús de color celeste pálido, un bañador descolorido, unos dolores, una bata blanca; y otra; y otra, todas con una mirada esquiva. Un apuesto hombre al que besó en los labios con dulzura. Una luz.
Fue todo lo que encontraron cuando hicieron la autopsia.

viernes, 15 de abril de 2011

literatura hiperbreve (2ª entrega)

EL CULTURAL, propone semanalmente un concurso de literatura hiperbreve: contar una historia en 140 carácteres en relación a un tema propuesto. Aquí dejo algunas de mis propuestas. Hay una de ellas seleccionada. ¿Apuestas?

La Chimenea
Mi abuela es como una chimenea pero al revés. Traga humo sin parar y, todas las navidades, echa a mi abuelo de casa.

Escondió su diario en la chimenea, baldía desde hacía mucho. Por San Juan la resucitaron y, al calor de sus recuerdos, soñó en futuro.

Cuando algo señala al cielo, los necios miran a las chimeneas.

Los fantasmas de Sir Tim O'Theo y Patson deambulaban por Las Chimeneas tratando de comprender por qué ya no los leía nadie.

La sombra
Hartas de nosotros, mi sombra y la de mi mujer se van a pasear todos los domingos, bien enredaditas.

Sabía disimular muy bien, pero su sombra no podía evitar ruborizarse cada vez que ella se acercaba.

Los nativos aún aseguran que ven pasar a las sombras de los soldados, silbando marchas militares en un carrusel perpetuo.

A menudo se queda atrás, jugando con los perros, coqueteando con las flores, acariciando puestas de sol. Ella sabrá lo que hace.

Cuando menos se lo espera, le lanzo alguna flor o un caramelo. Valoro mucho la lealtad.

La gata
Mesándose los bigotes, don Ramón sopesaba con la mirada el torso desnudo y sudoroso de su jardinero. Satisfecho, ronroneaba quedamente.

La gatita deambulaba con delicadeza entre los cadáveres. A pesar de la ingente cantidad de comida algo entristecía su ánimo.

Ella es una gata patosa que siempre cae mal. Yo, un abogado decente, sin futuro y con bigotes. Yo la alimento y ella me lame las heridas.

Tenedor.

Desdentando tenedores canturreaba: “me quiere, no me quiere”

A Andrés le dieron el cambiazo y, al calentarla con el mechero, se derramó toda la muerte. Su ángel de la guarda era muy testarudo.


La jaula
Hundido en mi sillón de mimbre, a menudo me sorprendo contemplando con envidia el piar feliz de mi pareja de periquitos.

Nunca fui tan feliz como cuando viví enjaulado en el ritmo de tu respiración.

Atrapado tras el código de barras de una botella de aceite, aquel piojo contemplaba resignado, desde su alacena, lindas y jugosas cabecitas.

Esperaba con ansia los días de función. Donde más libre se sentía era en la jaula de los leones.

“Cadena perpetua a los violadores". Verónica escribió en la pared, con la tripa revuelta.

-¿Qué? ¿Los liberamos ya? -dijo el diablo desde su terraza con vistas a la Tierra.
-Déjalos un poquito más -contestó Dios.

 
El termómetro
Inconscientemente, todavía me encojo sobre mí mismo cuando mi mujer sacude al aire el termómetro.

Tras 40 años comprobando que su temperatura no variaba de los 36.5 no tuvo más remedio que reconocer que no tenía corazón.

La cigüeña
Marchó a la ciudad. Trabajó duro y triunfó. En vano mira a veces hacia arriba. No hay cigüeñas que aniden en rascacielos.

martes, 12 de abril de 2011

sara

Sara no había vivido demasiado. Eso pensaba ella. Aunque quizá eso fuera discutible. No era del todo consciente pero seguía sufriendo de una curiosidad irrompible por la naturaleza humana. Desde que era pequeña se dio cuenta que no era como la mayoría de la gente. Al menos en un sentido. Era incapaz de pasear por la calle y cruzarse con alguien y no mirarlo, no buscarle los ojos, no elucubrar una vida, una historia, no enamorarse o esperanzarse con que se enamoraran de ella. No entendía cómo lo hacía la gente, en general, cómo paseaba por la vida, por la calle, por las plazas, por el paseo, sin que el resto del mundo llamaran su atención, sólo mirando al suelo, o mirando al frente, como con un objetivo ya marcado antes de salir de casa. Sara lo pasaba mal en las aglomeraciones de gente, sobre todo por la saturación de información, por la información que era incapaz de asimilar. Saltaba de unos ojos a otros, de una cara a otra, de una vida a otra, de un amor a otro, de una esperanza a otra, de un recuerdo a otro, de una música a otra y, con frecuencia, ni siquiera oía lo que le decían los que la acompañaban, tan abstraída estaba en la vida que le rodeaba. Un día Sara fue más rápida que su igual, un hombre en el que reconoció su misma naturaleza, curiosa, humanista casi. Le sorprendió con el mismo baile de miradas, pero desde lejos, antes de ser descubierta. No intentó atraer su atención. No se cruzaron sus miradas. Le observó durante unos minutos, su caminar, sus gestos y, finalmente, lo perdió. Pero Sara se sintió, ese día, acompañada. Y, a sus 80 años, era un sentimiento nuevo y dulce.

viernes, 8 de abril de 2011

ella

Ella sabrá lo que hace. Si quiere sentirse desgraciada es su problema, no quiero saber nada. Allá ella si no quiere luchar, si se rinde, si todo puede con ella. Mi cara seguirá sonriendo, mis maneras seguirán siendo impecables. Ni a través de mis ojos podrá nadie ver mi alma. Menuda perdedora.

martes, 5 de abril de 2011

el pintor

En casa teníamos una estufa. Una de esas antiguas. Grandota, de metal, con un gran tubo que llegaba casi hasta el techo. Nunca la vi en marcha. De hecho, de estufa sólo tenía el nombre, para mi era el garaje de mis pequeños cochecitos de metal; para mi hermano era el escondite de sus cigarrillos; para mi padre un adorno estupendo; para mi madre un trasto que siempre estaba sucio; para mi abuela era también algo, pero no sabría decir el qué. Aunque debía de ser importante porque se podía pasar horas mirándola, y su cara era la viva imagen de la felicidad. Yo creía que le recordaba al abuelo; mi hermano pensaba que a su juventud; mi padre opinaba que a los años en los que trabajó en la fábrica y mi madre que simplemente le había cogido cariño a la dichosa estufa, como se lo hubiera podido tomar a la mesa de la plancha. 

Yo quería mucho a mi abuela, y el corazón me dio un vuelco cuando, un día, al volver del colegio, en lugar de la vieja estufa se erguía, orgullosa, una lámpara de pie. De diseño. Fue imposible consolarla. A mi abuela, digo. Yo le decía que se la habían llevado a reparar y que pronto la traerían; mi hermano que, en el fondo, una lámpara de diseño era casi lo mismo que una estufa decimonónica; mi padre que aquella lámpara tan bonita debía alegrarle la vida a cualquiera. Y mi madre que dónde iba a parar, lo rápido que se podía limpiar ahora. 

Y así comenzó mi carrera de pintor. Hasta que no logré plasmar una copia exacta de la vieja estufa y ver sonreír de nuevo a mi abuela no descansé. Y hoy he tenido que pintar al óleo el rostro de mi padre, para que ella lo vea en el rincón de la estufa, entre el retrato de mi madre y el de mi hermano; y así mi abuela no tenga que ir perdiendo otra vez su sonrisa porque el tiempo pasa y las cosas no siguen en su sitio.