jueves, 31 de marzo de 2011

cosas de viejos

Tomás y Honorio se habían odiado profundamente durante toda su vida. Desde su primera pelea en el jardín de infancia, pasando por el colegio y la universidad, la empresa textil y sus matrimonios idénticos, hasta la residencia de ancianos en la que pareciera que únicamente pugnaban por aguantar con vida un segundo más que su adversario.

Tomás era de costumbres fijas. Todos los días se daba un paseo por el parque. Honorio también, todos los días lo seguía a no mucha distancia, como esperando que un resbalón o un rayo perdido acabara con su enemigo. Aquél día, unos jóvenes sin escrúpulos decidieron divertirse con Tomás. Le acercaron una navaja al pecho y le amenazaron. No vieron venir a Honorio ni a la lluvia de bastonazos con la que los dos ancianos la emprendieron y que les obligó a huir. Honorio y Tomás se miraron con interés y, sintiéndose algo más grandes que los reyes del mundo, regresaron lentamente. Al día siguiente salieron juntos a dar el paseo. Tenían mucho de qué hablar.

Seleccionado para su publicación en el I Premio de microrrelatos temáticos Hipálage

viernes, 25 de marzo de 2011

El torreón

Había alguien en el Torreón del Baño de la Cava. Era un pedazo de mi mismo que volvía siempre en primavera, cuando el Tajo venía más crecido, cuando desde su ventanuco uno podía quedarse ensimismado viendo su corriente, como mirando las olas del mar. Como cuando hace veinte años subíamos allí a jugar los muchachos del barrio de San Martín. Tú, siempre con grandes voces, con la vida rebosando por tus poros, me arrastrabas. Nos arrastrabas a todos. Aquel día en el Torreón comprendí que te quería más de lo normal. Lo comprendí porque os fuisteis todos y yo me quedé allí, llorando porque te reíste de mí. También comprendí que te irías de mi lado, que debía guardarte en secreto. A ti y al hecho de que te quisiera tanto. Lloré mi miedo a ser diferente a los otros niños. El miedo vino conmigo pero te lloré tanto que dejé parte de mí allí. Y siempre que paseo con mi mujer me veo entre las brumas, asomado al ventanuco.

martes, 22 de marzo de 2011

habitaciones

Era una habitación a oscuras. Si te fijabas bien, muy bien, podías deducir que se trataba de la habitación de un niño. Algún muñeco de peluche, libros infantiles, un póster colorido en la cabecera. Si bien, había algo que no cuadraba demasiado: la habitación estaba completamente ordenada, como una foto de un catálogo, como una biblioteca. En una silla junto a la cama, un pantalón y una camisa doblados minuciosamente y, sobre ellos, un diminuto reloj luminoso que celebró su paso de las 7:29 a las 7:30 ruidosamente. En poco más de 30 segundos, Fernando ya se había incorporado, había levantado la persiana, comprobado si llovía en el naciente día y salido al pasillo dirección al baño. Era un muchachote fornido, con tendencia a engordar, pelo corto, ojos inexpresivos y cara cuadrada. Mientras desayunaba repasaba mentalmente todo lo que tenía por delante en el día. Acabó, fregó el vaso y el cazo en el que había calentado la leche y, a las 8 en punto ya estaba frente a la puerta de su domicilio y, también, frente al único momento de vacilación que, día tras día, se repetía en su ordenada monotonía. Volvió sobre sus pasos y llamó a una puerta cerrada. Esperó unos instantes y entró con cuidado. Era otra habitación a oscuras. No hacía falta fijarse demasiado bien para comprobar que era una habitación de un adulto. Marcos con fotos familiares, cuadros figurativos, un joyero. Si bien, había algo que no cuadraba demasiado: la habitación estaba completamente desordenada, como una chabola, como la habitación de un niño. En una silla junto a la cama, una botella medio vacía y un vaso medio lleno. Una mano surgía del bulto cubierto de mantas que dormía en la cama. Fernando se acercó sigilosamente, destapó un poco el bulto hasta que asomó una cabeza despeinada. La besó.

-Buenos días, mamá.

Tras unos instantes, Fernando dio media vuelta y salió con cuidado de la habitación a oscuras.

martes, 15 de marzo de 2011

Paraíso

Hace mucho, mucho tiempo, Dios creó la tierra, creó el cielo, creó el agua y los mares, creó a los animales y a las plantas, creó al hombre y a la mujer y, dándoles el paraíso les dijo: “Ea, ¡a vivir que son dos días!”.

Muchos años más tarde Dios vino de visita con su mujer a la Tierra y comprobó, apenado, que el paraíso había sido asfaltado y que los humanos se tomaban las cosas mucho más en serio de lo que a Él le hubiera gustado.

Ganador concurso semanal microrrelatos Cadena Ser Castellón

viernes, 11 de marzo de 2011

su hoguera

Alfonso miraba por la ventana de su caravana. El límite de la ciudad lo marcaba aquel bloque de cemento, aquel edificio de viviendas repleto de graffitis. Poco después comenzaba el vertedero y, entre los dos, su caravana. No se podía quejar, los pandilleros le respetaban y las abuelas le llevaban comida. En su menú no faltaba de nada. A veces le preguntaban. Querían saber, pero Alfonso nunca supo explicar cuál fue la clave de su decisión. Dos años atrás sintió la perentoria necesidad de prender una gran hoguera de las vanidades con su vida. Dejar sus casas, sus coches, sus trajes. Dejar todo fuera de su caravana. Todo menos su profesión. La abogacía se salvó de la quema. Y en dos horas se dictaba sentencia en un importante pleito. ¿Qué haría con la comisión si ganaba? Lo tenía claro. Les compraría pinturas a los pandilleros y electrodomésticos a las abuelas.

domingo, 6 de marzo de 2011

Juliana


Juliana retomó el camino a casa, enfadada consigo misma. Sus pasos eran rápidos, su cabeza gacha. Parloteaba por lo bajo y, en ocasiones, movía las manos, como si éstas quisieran gesticular pero no acabaran de atreverse. Se cruzó con alguna gente a la que no quiso mirar directamente para no verse en la obligación de saludarla. Ni pensar en detenerse a hablar con algún conocido que exigiera más que un breve movimiento de cabeza. Seguro que todavía quedaban de esos. De conocidos que todavía no debían saber que se había vuelto loca. Conocidos que le preguntarían con naturalidad sobre su vida, sobre su casa, sobre su salud. Conocidos que todavía querían jugar a la pantomima. Tan irreales, tan artificiales como actores de Kabuki. 

Sin embargo, Juliana se arrepintió de haber pensado así, de haberse tratado como loca. Sintió un pequeño arrebato de autocompasión y sus ojos se llenaron de lágrimas. Las dejó hacer. Su visión se volvió borrosa pero se esforzó por no parpadear, como obligándose a una cierta penitencia. Sus piernas hicieron su trabajo y la llevaron, ajenas a las elucubraciones de Juliana, hasta su casa. Allí, dentro, Juliana dio rienda suelta a las urgencias de su interior. Su voz ronca parloteó como no se atrevía a hacerlo en la calle, sus manos completaban los movimientos que habían quedado incompletos y sus ojos, libres ya de lágrimas, relampagueaban, ora de tristeza, ora de furia, ahora de pena, ahora de desolación.

Era todos los días igual. Más o menos a la misma hora. La hora en la que volvía de su búsqueda, la hora a la que ya se había rendido y ya todo le molestaba, la hora en la que vivía en un permanente síndrome de abstinencia. La hora en que le molestaba su cuerpo, le molestaba su casa, le molestaba su soledad, los colores de sus paredes, sus trastos de siempre, los trastos intrusos, sus viejas fotografías, sus viejos recuerdos, su viejo reflejo en el espejo. Le molestaba su corazón, al que veía viejo y gastado, como un hueso amarillo, como un viejo egoísta. Le molestaba no sentir el calor que sentía, invariablemente, todas las mañanas. Entonces, la esperanza por encontrar aquello que estaba buscando le borraba todos los malos recuerdos, la ponía de pie, le estiraba la piel, le iluminaba los ojos, la hacía más bella, a ella y a su ropa, a ella y a su mundo.

Pero, por las noches, todo le parecía de nuevo fútil, vacío y, lo único que deseaba, era dormir, olvidarse de todo hasta el día siguiente. En vano acudió a su cabeza cierta lucidez, cierta conciencia del reloj de arena en el que se había convertido su vida, de cómo comenzaba el día repleto, de cómo perdía sin remedio granos y granos de energía, de cómo acababa sus días, vacíos. De cómo alguna mano invisible daba la vuelta, invariablemente, cada día, a su reloj de arena para que, al despertar, estuviera de nuevo repleto. Se daba cuenta de que estaba perdiendo la cabeza, que debía serenarse, debía calmar su ánimo, convertirlo en una playa serena, utilizar esa arena de otra manera, no dejándola a merced de la gravedad. Pero, lo que más pánico le daba era que una mañana se despertara y que, al que se encargaba de darle la vuelta a su reloj le hubiera pasado algo. Que se despertara tan vacía como había quedado la noche anterior.

Algo la distrajo. Oyó un gato maullar. Reconoció el maullido. De algún cachorro. De hambre. O, más bien, de llamada. Habría perdido a su madre. Agudizó su oído. Salió de la casa, siguiendo el sonido. No lo soportaba. Nunca había podido soportar ese sonido. Al poco lo encontró, al gatito. Se dejó coger sin miedo, pero no dejó de maullar. Era un cachorro de pocos días. Nunca había soportado ese sonido. Le causaba más ternura que el llanto de un bebé. No podía evitarlo. Lo llevó a su casa y lo pegó a su cuerpo. Le dio calor, le calentó leche. El gatito pronto ronroneó y se durmió, pegado al vientre de Juliana. Ella quedó en vela toda la noche.

jueves, 3 de marzo de 2011

Cuenta 140 (La caña)

Miró el fondo de su vaso, contrariado. Se dio cuenta, demasiado tarde, de que los males de los que se había olvidado eran todo lo que tenía.

Ganador concurso microrrelatos Cuenta 140 de El Cultural