martes, 21 de diciembre de 2010

mi abuelo

Mi abuelo estaba enfermo de historias. Muy enfermo. No le dejaban descansar, le desvelaban por las noches y le despertaban cada mañana. Le nublaban la vista y el juicio. Para él eran peores que estar endemoniado, peor que una droga. Sólo escribiéndolas sentía alivio, a modo de sangría. Las historias le volvían, pero, cada vez más pronto, llamando a su puerta, exigiendo ver satisfechas sus urgencias, encastradas en sus venas, enredadas con sus nervios, con su corazón. Él decía que tenía dos corazones, el de sentir y el de contar. Se me murió el año pasado y siempre que puedo voy a visitar su tumba. Le leo cuentos para calmar su enfermedad, me da pena imaginármelo sin poder aliviarse de su mal. Son cuentos que escribo yo. En la oficina, en la peluquería. Ahora entiendo su forma de mirarme. Afectuosa, casi acariciando, pero con tristeza. Él ya sabía que yo también iba a enfermar de historias.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Leonardo

Aquél era un ratón renacentista pero, sobre todo, un soñador. Con unas viejas castañuelas se fabricó unas alas y se lanzó al vacío. Pobre.


Finalista en el concurso Cuenta 140 de ElCultural.es

viernes, 10 de diciembre de 2010

remero



Allá en la Finca Amarilla cuidábamos de Remero todos. Era una obligación sobre la que los niños no nos planteábamos su necesidad o su justicia. Era como quitar las malas hierbas o recoger las algarrobas en septiembre, como poner cepos para las ratas o barrer las hojas muertas del platanero que se colaban en la cocina. Algo que había que hacer si no queríamos recibir algún grito o quedarnos sin permiso para bañarnos en la balsa en verano. Los días eran cortos y el tiempo pasa rápido cuando el hambre acecha y azota o si la mucha o poca agua arruinaba los polvorientos sembrados de la familia. Si algo recuerdo de los años en la Finca Amarilla es eso, el hambre, el sabor a polvo de cualquier cosa y el olor a almendras amargas del cobertizo de Remero. Nuestra familia había cuidado de él desde que el padre de mi abuelo había cercado la Finca, expulsado a los gatos monteses y criado a unas pobre cabras que llevaban el peso de sus huesos con dolorosa indolencia. Ya entonces vivía Remero en el cobertizo, cuatro paredes de una piedra más maciza que la Finca. Padre siempre contaba la misma historia en Nochebuena, que era el único día en el que se permitía vaciar las botellas de vidrio negro, llenas de un licor que sabía, además de a polvo, a fuego y a manzana. La historia de cuando el padre de mi abuelo encontró a Remero moribundo, cómo lo escondió, le curó las heridas, le alimentó y le dio cobijo, cómo Remero le recompensó haciendo florecer los sembrados sin agua, haciendo engordar las cabras, haciendo engordar también a sus corazones de alegría, cómo fueron aquellos los buenos tiempos de la Finca Amarilla. Remero era desde entonces la brújula de la familia, el Dios misterioso al que había que atender en todas sus urgencias para que los hijos del padre de mi abuelo tuvieran qué llevarse a la boca, y los hijos de sus hijos, y los hijos de los hijos de sus hijos, es decir, nosotros. Padre se quejaba cada año con más amargura. Los años malos se sucedían, apenas él recordaba la última bonanza, la última merced de Remero, aún menos sus hijos, para los que la vida siempre había sido hambre y polvo. Quizá aprendí de mi hermano mi odio por Remero, un odio irracional, visceral, como se odia a un enemigo del que nunca se ha visto la cara, del que uno no imagina más que una intención malévola en su existencia. Quizá lo aprendí de mi hermano, el mayor. Él escupía en la comida que había que llevarle diariamente, aunque tuviéramos que quitárnosla de nuestras bocas. A veces incluso orinaba en ella. Una noche, emborrachado por el fuego en el que al final del verano quemábamos los rastrojos, transporté las chispas hasta el cobertizo y marché corriendo, escapando de las llamas que prendían rápidamente, de los gritos de aquél ser informe y atemporal al que nunca había visto más que por porciones. Seguí borracho aquella noche, todos parecían borrachos, hasta el viento, hasta los árboles, hasta las estrellas parecían borrachas. También mi familia, que empaquetaba sus pocas pertenencias, gritando, llorando, riendo, mirándome extraño; porque quisieron marcharse sin mi, encerrándome en el sótano, con los ojos borrachos de miedo, hasta mi hermano el grande temblando como un potrillo recién nacido. Todavía borracho grité y grité en el sótano, rompí todo, corrí chocándome con las paredes, buscando un atisbo de luz, hasta que caí dormido, debí haber caído dormido, porque recuerdo despertar, recuerdo que me despertó Remero, u otro como él, otros como él. Mirándome, informes, atemporales, los únicos seres impolutos en aquél mundo de polvo. Volví a dormir, debí dormir porque recuerdo despertar de nuevo, salir del sótano, contemplar la nada amarilla, contemplar que no quedaba ni una piedra de la Finca Amarilla, ni un hueso de mis padres, ni de los padres de mi padre, ni de los padres de mi abuelo, ni de mi hermano el grande. Quedándome sólo, sin asideros, echando de menos al polvo y al hambre, con un profundo pozo de incertidumbre en mi, un pozo sin fondo. Pero sigo buscando, sin saber por qué, sigo buscando a Remero. Quizá para que me seque este pozo de incertidumbre, quizá para pedirle perdón.


 

sábado, 4 de diciembre de 2010

pasear

Siempre vengo hasta este astillero. Todas las tardes, sobre todo en invierno. Es en esta época cuando más me gusta pasear por aquí. Mi ánimo siempre ha sintonizado con el vaivén de las olas, con los barcos difuminados en la niebla, con la soledad, con la tremenda soledad que todo aquí desprende. Sin embargo, no me siento sola aquí, siento que me acompañan las barcas, las olas, la vieja y majestuosa grúa, siento que me acompañan en mi soledad, que no estoy sola, que tantas soledades están por fin acompañadas. No vengo a buscar nada, pero todas las tardes vengo aquí, sola, a mirar el mar y, acompañada, me vuelvo a casa.

Astillero. Fotografía de Ignacio Cagigas Dos Santos Cruz