domingo, 21 de noviembre de 2010

números

2 era el número de la suerte de ella, 5 el día del mes de octubre en el que se dieron el primer beso, 13 era el número de la suerte de él, 19 el día en que comenzaron a salir juntos, 27 el día del cumpleaños de ella y también el día en que se casaron. 32 la edad de él ese día, 34, la edad de ella. 5 eran los años que llevaban juntos cuando decidieron jugar a la lotería todas las semanas con la misma combinación. En la semana que hacía 20 a él se le olvidó sellar el boleto. En la semana que hacía 20 ella fue por su cuenta a sellar un boleto cambiando el 13, que no le gustaba, por el 15, el día del cumpleaños de él. Tardaron 2 días en saber que habían acertado todos los números y 15 minutos en comprobar que había más de 300 acertantes. Siguieron teniendo 30 años de hipoteca pero se fueron de crucero. 15 días.

domingo, 14 de noviembre de 2010

mi mala suerte

Desde que decidí convertirme en abogado parece que la suerte me es esquiva por completo. En la facultad de Derecho me enamoré de Nuria, la profesora de Constitucional II que, además de suspenderme, me dio calabazas. Hice mi pasantía en un bufete que pasó a la fama por jugar un papel muy turbio en un escándalo urbanístico. En mi peregrinaje laboral por gestorías y bufetes nunca triunfé y nunca uno de mis recursos fue estimado. Preparé oposiciones para fiscal, pero todas mis causas eran sobre personas inocentes. Me quedé calvo y sospecho que también sufría de halitosis. Harto de una vida tan nublada decidí acabar con todo desde el puente de la autopista pero, por supuesto, sólo logré romperme las piernas. Sin embargo, es agradable que la enfermera que me cuide seas tú. Puede que mi suerte haya cambiado al fin.

martes, 9 de noviembre de 2010

su norte

−No me creo que llames desde El Bonillo.

−Sí, papá, ¿desde dónde quieres que llame?
−Pero entonces… ¿ya has vuelto de la guerra?
−Nunca he estado en la guerra, papá, el que estuvo fuiste tú, no yo.
−Vaya, se lo tengo que decir a tu madre, estaba muy preocupada, la pobre.
Con su padre siempre es lo mismo, hace años que es así, Antonio ya está acostumbrado a su particular senilidad, al calidoscopio de recuerdos y olvidos que construye y derriba cada día en su cabeza. Su madre cuida de él y es la que mejor le ha enseñado a tomarse con sentido del humor su progresivo desdibujamiento. Siempre quiso ser enfermera y encontró en la enfermedad de su padre una piedra de toque que, paradójicamente, acabó por acercarla más a él. Su vocación fue superior a cualquiera de sus sueños, que los tenía, que compartió con Antonio y de los que su padre nunca llegó a percatarse. Dejar El Bonillo, volver a su Barcelona natal, abandonar a su padre. Hoy los ve felices. Los ojos de su madre rebosan energía y vitalidad y su padre nunca hubiera podido resistir vivir sin ella.
−¿Le has comprado algo a tu madre para su cumpleaños?
−Claro papá, nunca se me olvida. Hala, cuelga y nos vemos en un rato.
Durante la comida familiar su padre le dirige miradas cada vez más hurañas.
−Hay que ver lo que traga este electricista. A ver cuándo se pone ya usted a trabajar.
Los hijos de Antonio no tienen reparo en tomárselo a risa.
−Dí que sí abuelo, este hombre no da un palo al agua.
Pasó el rato, llegó la hora de irse, los hijos de Antonio plasmaban besos rápidos en las mejillas de sus abuelos. Antonio paseó su mirada por las viejas fotografías que superpoblaban el aparador. En una de ellas aparecía su padre en su época de actor. Se le vuelve a pasar por la cabeza lo paradójico de la situación, el hecho de que la enfermedad de su padre fuera lo que, finalmente, impidió que su madre lo abandonara, cómo algo a priori cargado de tristeza había aportado felicidad a ese hogar, cómo algo que separaba por naturaleza había llegado a unirlos de nuevo.
Antonio sale a la calle acompañado de sus hijos y de su madre. El más pequeño de ellos vuelve a recoger una chaqueta olvidada.
−Lo del electricista ha estado bien, abuelo –le dice al oído al padre de Antonio.
Él no dice nada, no le mira. Sólo se sonríe.

jueves, 4 de noviembre de 2010

halloween

Era la noche de difuntos. El cazador desplegó sus alas y sobrevoló la ciudad dormida hasta que divisó una ventana semiabierta. Su horrendo rostro esbozó una sonrisa mientras se escurría por el hueco y se incorporaba a un escenario siempre nuevo y siempre familiar: una habitación. Una cama. Alguien durmiendo. Un cuello al descubierto. Sangre. Comida. Se acercó sigilosamente y atacó.
El primer manotazo lo aturdió, el segundo prácticamente lo desintegró. Antonio se rascó el cuello con ansia y maldijo a los puñeteros mosquitos que no descansaban ni en verano ni en invierno. Se dio la vuelta y casi al instante se volvió a dormir.

Ganador del concurso de microrrelatos Radio Castellón Cadena Ser